La habilidad de creer: entrénala o desespera.

Buena parte de mi vida me han caracterizado el escepticismo, el cinismo, la racionalidad pura y dura. Resultaron de poca ayuda en momentos de crisis. Aprender a dominar mis creencias fue lo que cambió la situación.

2/16/202310 min read

Todas las fotografías usadas en el blog son originales. Consulta mi Flickr (enlace a pie de página).
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Si prefieres, te lo leo aquí

Si te has criado, como yo, en una democracia basada en la Constitución y laica, establecida a la salida de un régimen totalitario y católico...

Más concretamente en un ambiente ateo y de izquierdas, donde se mencionaba a Jesús y los personajes de la Biblia casi siempre para hacer chistes y comedia en general...

Lo más probable es que haya en tu cabeza un grupo de conceptos, de palabras, muy tradicionalmente relacionados con la religión, que llevas guardando toda la vida en una especie de desván mental con una placa bien grande que pone algo así como: “ESTAS NO SON MIS IDEAS”. O incluso más allá: “ESTO NO SOY YO”.

Piedad. Encarnación. Dios. Espiritualidad. Fe. Devoción. Creer en. ¿Te cuadran?

¿Qué ideas habría fuera de ese desván entonces? ¿Qué es lo que sí eras “tú” (según tú), o por lo menos aquello que aspirarías a desarrollar?

Lógica. Razón. Madurez. Ciencia. Sentido común. Juicio. Inteligencia.

Quizás vayas intuyendo el problema. Tu pensamiento se programó para funcionar automáticamente por “paquetes” de ideas, de valores, de palabras; para discriminar las unidades del lenguaje, que es con lo que tal pensamiento se construye. Y de forma natural, a partir de esa programación, se construirían determinadas asociaciones. Y posteriormente, prejuicios.

Si “inteligencia” estaba fuera del desván y “fe” dentro de él… ¿una persona creyente no podría ser inteligente?

Posiblemente no te hayas atrevido a afirmar esto de forma tan directa (aunque yo sí he oído a lo largo de mi vida a unas cuantas personas pronunciarse sin ambages en esta línea), pero incluso si no lo hacías, sí que habitaba en ti una contradicción. Se creó un conflicto interno. Hasta tal punto que quizás, a lo largo de tu vida, la relación con personas religiosas, creyentes o simplemente espirituales partiría de un sentimiento de incomodidad y de una comunicación poco sincera. En el peor de los casos, quizás hasta hayas caído en una condescendencia silenciosa (porque si, entre “inteligencia” y “fe”, tú eres el de la inteligencia…).

En mi caso, si miro atrás, puedo ver con claridad que esto me sucedió, que pasé por ese esquema mental que enturbiaba mis relaciones. Ya no solo con estos perfiles, sino con todos aquellos presumiblemente ajenos a mi ideología como militares, ricos, taurinos, cazadores, etcétera. Les negaba de plano la consideración normal que, más allá de discrepancias iniciales, se debería dirigir a cualquier persona mientras no se la conoce de nada: la de ser humano como yo que, además de tener sus defectos, es alguien que también tiene virtudes. Que es digno, pensante y con sensibilidad.

Esto por poner solo un ejemplo de efectos secundarios bastante importantes de este “pensamiento por paquetes”.

Echando la vista atrás

No es que se pueda hablar de un "lavado de cerebro”, porque estas fueron las condiciones de partida. Se podría hablar si acaso de un “curado de cerebro”, como se curan el queso y los embutidos. ¿Y quién habría llevado a cabo esta curación? Los agentes van a variar para cada persona, pero vamos a intentar buscar el terreno común.

En un primer nivel, seguramente podamos establecer dos conjuntos de agentes de influencia, fuentes de información o “curadores”, digamos. En primer lugar, los de casa: la familia, quienes se hayan encargado de criarte, de ejercer tu tutela antes de alcanzar la mayoría de edad: mamá, papá, la abuela, el abuelo… Por otra parte, los de fuera de casa: el vecindario, amistades del colegio, profesorado y coparticipantes de cualquier otra comunidad en que te movieses. Si, por ejemplo, practicaste algún deporte de equipo en tu infancia y adolescencia, seguro que tus experiencias allí te condicionaron e influyeron en tus valores tanto como tu experiencia escolar.

Sí, parece satisfactorio establecer que esos son los dos “curadores” principales, ¿verdad?

¿Seguro?

Bueno. Ahora se pone interesante.

A partir de aquí comenzaron las relaciones entre ambas. Más pronto que tarde te fuiste dando cuenta de que lo oído en casa y lo oído fuera, lo vivido en casa y lo vivido fuera, y especialmente lo dicho en casa y lo hecho fuera, no terminaban de encajar. Quizá a veces recibiste de tu padre lecciones sobre la cordialidad y la importancia de compartir y luego lo viste conducir con brusquedad, pitando e insultando. O acaso viste a tu madre dar una imagen radiante dentro de casa, cantando con alegría y naturalidad, y ser luego una persona vergonzosa y casi invisible para los demás en el espacio público.

La cosa es que iniciaste, sin haber sido preparado para ello, sólo con las herramientas que te venían por defecto al disponer de un cerebro, un proceso continuo de contrastar la instrucción recibida en un sitio con su funcionamiento en el otro y viceversa.

¡Y ojalá esos hubiesen sido los únicos elementos, pero es que nos estamos dejando atrás lo más importante!

En medio también estaban tus propias emociones, razonamientos, dones, intuiciones... Una masa de informaciones con tanto peso como las otras dos juntas. Es decir, que en medio estabas tú. Así que en realidad las dos grandes fuentes de información habrían sido el mundo exterior y tu mundo interior. Los dos “curadores” principales: tu entorno y tú.

O sea: desde siempre fuiste tu propia fuente de información y tu principal “curador” a la vez, quisieras o no. Sin siquiera saber de esta distinción, sin carrera en psicología ni nada que te hubiese preparado para la gestión, con esa cantidad inmensa de variables que manejar. En este contexto te viste en la obligación de adoptar una estrategia de supervivencia, inconsciente casi por completo, que venía a funcionar como un gran sello de que estabas civilizado y de que no eras Tarzán. Eso que se suele llamar “ego”.

No me voy a meter más a fondo, porque ni soy profesional de la psicología ni pretendo hacerme pasar por uno, pero necesitaba llegar hasta aquí para poder hacer LA PREGUNTA:

¿Cómo narices te esperas que esa estrategia haya sido correcta?

Desmontaje interior

¿De verdad crees que se sostiene tu idea de que no te sobra ni te falta nada "aquí dentro" --te pregunto señalándome a la cabeza--?

¡Si hasta decir “aquí dentro” es una metáfora recogida de por ahí, que no es tuya ni mía!

¿No te has pillado más de una vez defendiendo una postura en la que en el fondo no crees, y que si lo estás haciendo en realidad es por inercia, porque es un concepto preinstalado?

Yo, por ejemplo, en la infancia me declaraba del Madrid y discutía con los del Barça cuál era mejor equipo en términos absolutos. Me identificaba tanto que decía “nosotros” para referirme simultáneamente al equipo Real Madrid, a la empresa Real Madrid, a la afición del Real Madrid, a un conglomerado bestial de cosas del cual, en mi candidez infantil, yo me creía dentro. Recurría al palmarés: "Nosotros tenemos nosecuantas copas de Europa, nosecuantas ligas, otras tantas copas del rey…". Como muy a menudo se recurre en el mundo adulto, en realidad, a estadísticas y porcentajes interesados con el mismo fin: ese de sostener la ideología.

Yo creo que incluso ahí una pequeña parte de mí ya sabía que la conversación como tal era absurda y que en realidad era un simple juego en el que se trataba de ganar. Pero fue en disputas primarias como esta donde tomé la costumbre de apagar la voz que me podía haber avisado de la línea de separación entre ambas cosas: entre lo que era discusión (o debate), donde el objetivo sería llegar a una conclusión común y satisfactoria para el grupo, y el juego (o lucha) en que lo que uno quiere es vencer. Esa línea, con la repetición de la conducta, quedó profundamente emborronada.

Dicho de otra manera: una confusión de contextos y objetivos se instaló en mi cabeza y perduró muchos años sin aclararse de todo. De hecho, se activaba con facilidad cada vez que salía a la mesa un asunto donde hubiese una dicotomía fuerte como la política (aunque yo después ya no entraba a discutir, sino que prefería evitar, reprimir, ponerme rígido... pero ese es otro tema).

Así que en lugar de revisar, distinguir, pensar críticamente, me dediqué durante mucho tiempo a reafirmarme en lo aprendido y a reaccionar contra el otro, ocultando como podía mi falta de argumentos. Ocultando que sólo tenía las conclusiones; conclusiones de unos razonamientos que no había hecho.

Pero oye… ¿Acaso tú no?

No es una vergüenza reconocer esto. Es un paso adelante.

Porque además no solo nos ha pasado a ti o a mí, sino a todos y cada uno de los seres humanos; de nosotros (aquí sí, bien usado). Si te paras a pensarlo, verás lo que este hecho implica en el fondo: que todas las personas somos iguales en origen, en nuestra naturaleza imperfecta y falible. Una idea que, asimilada, te lleva a perdonar, a reconciliarte, a frenar la manía de compararte con cualquiera… A encontrar mayor paz.

Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Ajá. Volvamos ahora, pues, a lo guardado en el desván.

Dando la vuelta al asunto

Como ya mencioné antes, en mi caso el ambiente familiar era ateo y de izquierdas, asumo que por una reacción directa al mal conocido, al franquismo y a la Iglesia-en-el-franquismo. Ese statu quo del momento, la dictadura, con su censura y su represión, entiendo yo que impuso un gran “paquete de pensamiento” estándar, el cual permaneció ahí durante toda ella. Toda, incluso si hacia la etapa final dio la sensación de haber perdido vigor, lo que se traduce en 40 años de propaganda de un paquete cerrado de “pensamiento oficial”.

Entonces, con la muerte de Franco y el estreno de la democracia, familias como la mía aprovecharon para bajar sus valores de clase del desván al salón y en contrapartida subir “los crucifijos” a lo oscuro y no sacarlos de allí más. No hubo un proceso de selección: esto se queda, esto no… Fue sacar, vaciar, aprovechar las cajas, los paquetes, meter dentro, guardar, sacudirse las manos y hasta nunca. ¡Y a celebrar que ya pasó lo peor!

(A ver, sinceramente esto no deja de ser una teoría, y una explicación seguramente muy parcial del proceso pero, no obstante, le encuentro sentido para armar mi propio relato. El criterio que me guía es el de que, si esto es así para mí, es muy probable que encaje y sirva igualmente a otras personas. Aunque falten datos y hechos en los que respaldarme, y esto no deje de ser en el fondo más que un ejercicio de escritura creativa, sigue pareciéndome que merece la pena compartirlo).

El punto al que quiero llegar aquí es que, fuesen cuales fuesen tu ambiente y tus condiciones de partida, todas las personas tenemos un desván mental. Una parte de nosotros mismos que permanece encerrada. Así pues, en este momento de mi vida, estoy disfrutando de la posibilidad de sacar y revisar con calma varios conceptos que siempre estuvieron guardados en el mío. Lo cual me lleva a darle la vuelta a la pregunta de antes. 

¿Es que una persona inteligente no puede ser creyente? 

Es esencial que te des cuenta de que "ser creyente" no implica "en el Dios católico". En su día aprendimos que ese otro sintagma iba implícito, pero esa era una operación del inconsciente colectivo y no nuestra. Es, por lo tanto, perfectamente válido que te sientas y te pienses creyente, fiel o devoto de ti mismo y tu potencial. O de las personas que quieres. O, yendo más allá, del ser humano, de la naturaleza, del universo. Verás que es como una compuerta cuya apertura puedes ir regulando en el grado que te resulte cómodo.

No es necesario trasladar la cuestión al ámbito social y que empieces a declararte "creyente" según tu propio significado personal delante del vecindario. De hecho sería contraproducente, porque violentarías a muchas personas (y yo sólo me atrevo a hacerlo aquí porque todo es admisible mediante literatura). Mi tesis es que el mero punto de vista, aunque te lo guardes para ti, es verdaderamente saludable porque te dirige al equilibrio.

Creer o no creer, esa es la cuestión...

O no. En realidad se trata de un falso dilema. Tal vez ya te hayas dado cuenta, y es que por tener un ego ya crees inevitablemente en cientos de cosas. Pero hay una gran diferencia (la cual te invito a experimentar) entre sostener unas creencias inconscientemente y hacerlo a sabiendas. Muchas personas en el primer caso dirán de sí mismas que "no creen en nada". Así que vamos a hablar de "no creer", por abreviar.

¿Qué sucede, pues, cuando "no crees"? Lo que sucede es que te faltan anclajes y que tiendes a caer sin remedio en la neurosis. Pongamos el caso de que aparezca un dolor o cualquier otra irregularidad en tu cuerpo. ¿Qué pasa si tu forma de reaccionar es buscar información en Google para identificarlos? Con la poca que puedas reunir, vas a crear teorías no confirmables que no te ayudarán en nada. Al contrario, tu cabeza empezará a generar pensamientos compulsivamente; ficciones que se acabarán adueñando de tu cabeza y te llevarán en espiral al fondo de un pozo de sufrimiento.

¿Cuál es el fallo exactamente? Que eres movido por la necesidad de explicación. Si tus únicas herramientas de solución de problemas son la razón y la lógica, si vas por el mundo con el método hipotético-deductivo en piloto automático, cada vez que te topes con un abismo insondable de incertidumbre (que será a menudo), te quedarás como colgado, repasando en bucle las posibilidades que se te ocurran. La incertidumbre se te hace intolerable y con ello eres víctima de una paradoja terrible, porque la vida es un ciclo eterno de incertidumbre y descubrimiento (afortunadamente, por cierto).

Por el contrario, cuando sí "crees en algo" estás un poco más protegido. El motivo es este: puedes diferenciar pensamientos sanos e insanos, distanciarte cuando los segundos surgen y retroceder a un estado de serenidad. Tienes a dónde volver. Reconoces que esos pensamientos brotan de una reacción instintiva; que no los has elegido, que no guardan tu identidad y que puedes desecharlos sin reparo. Puedes decirte cosas como: "Sé que no soy estas cosas que estoy pensando, que son solo perturbaciones. Sé que puedo pensar voluntariamente en lo que de verdad creo. Todo va a ir bien. Todo esto es transitorio. Es una oportunidad de entrenar mi temple."

Admito que la cuestión queda solo insinuada y no examinada como merece. Sin embargo, me he propuesto no pasar de diez minutos de lectura y la cosa se nos va de las manos. Te propongo, si te parece bien, que sigamos profundizando más adelante.

Concluyo por ahora con un fragmento que remite al asunto al que he pretendido hincar el diente con este artículo y que seguiré atacando repetidamente desde el blog. Procede de "En los oscuros lugares del saber" de Peter Kingsley, libro que cuenta la fascinante historia de una tradición espiritual y esotérica propiamente europea que hace 2500 años quedó enterrada por la cultura clásica ateniense. Puedes revisar mi breve reseña del mismo en Goodreads, junto a otras que he venido y sigo haciendo en esa plataforma (2-3 minutos de lectura cada una). Gracias de verdad por tu atención.

Cuando la racionalidad se combina de veras con la irracionalidad, empezamos a ir más allá de ambas. Entonces se crea algo más, algo extraordinario que es atemporal y, sin embargo, totalmente nuevo, empezamos a ver lo ilógico de todo lo que normalmente se considera razonable y nos enfrentamos con una lógica implacable, de una fascinante coherencia, que aparentemente podríamos rechazar por completamente absurda.